27.7.08

Trilogía optimística (momentos, vivencias y cristalizaciones)




Con alma y muerte

Temprano. Once de la mañana en Morón, era el momento de sentarse y hablar de frente, aunque las consecuencias fuesen estrepitosas. No iba con la idea de detenerme a pensar si ocurriría algo positivo, ni siquiera se me cruzó su posible presencia.
Ya había transcurrido un lapso, desde la última vez; que dicho sea de paso, me enteré que no fue una despedida, sino más bien un despido a la fuerza. En fin, jamás comprenderé los porqué. A gatas, comprendo mi dolor permanente y lacerante...
De cualquier modo fui y no dudé un segundo en hacerlo, pues ya era demasiado recurrente el recuerdo, y no resultaba para nada cómodo.
El día anterior, al salir del trabajo, llamé por teléfono a su casa para confirmar un encuentro que se venía postergando por diferentes causas. Si no eran los exámenes, era el trabajo, o la falta de ganas o lo que fuere, pero jamás se concretaba. Entendiendo que era absurdo pensar en el pasado, accedí al fin a la ansiada conversación. Lo hice sabiendo que después de la charla, ya no formaría parte de mis cosas. No obstante, en mi cabeza rondaba la idea de oír posibles verdades, molestas y despiadadas.
Llegué casi en punto, y ahí se encontraban ambas: madre e hija. Estaban sentadas en las coquetonas mesas del bar donde habíamos pactado el encuentro. Entré sin bajar la mirada, pues jamás fue mi estilo hacerlo así; saludé con elocuencia y galantería. Me sentía en ese momento: observado, anónimo, lejos de su piel. Pero no sentía lo que en algún momento me engañó, era sumamente importante superar esa prueba de fuego, y pude hacerlo.
Al comenzar a hablar noté cierto sarcasmo en su mirada, me atropellaba con cada termino, tal vez pretendía dejarme trepidante con su retórica pusilánime, pues ella no sabía lo que era la poesía, y menos aún, lo que significaba la expresión poética. Su vida había transcurrido en el inmenso jardín de su mansión de pacotilla.
Nunca tuvimos una charla sin conflictos, la duda de seguir o no, fue siempre una constante que no podré explicar, a pesar de reflexionar con frecuencia respecto a ello; no me inmutaban sus dardos, de hecho ninguno acertó el tiro de gracia, estaba seguro de mí, hacia tiempo que no me encontraba tan fuerte anímicamente, sus permanentes ataques eran como una gota cayendo sobre una roca caliente. Trató de llevar a cabo su objetivo y, sin embargo, falló. Sus posibilidades eran nulas respecto a mi colosal grandeza, muy omnipresente en ese momento.
Nos habíamos conocido hacia un tiempo atrás, yo buscaba aniquilar mis tormentos otoñales; ella un hombre que la fecundara con romanticismos estúpidos. Yo no era experto en la materia, pues el amor siempre se me presentó fútil, desolador, francamente terrorífico; no obstante, asumí una posición que en el fondo, suponía que no prosperaría.
A veces lamentaba el simple hecho de saber que la lastimaría, pero la veía tan ilusionada que no supe resistirme a sus deseos. Tomé lo poco que tenía para ofrecer, y lo puse a su disposición; la verdad, para mí, era absurda, pues no mostré jamás mi lado sincero con una mujer, y no iba a hacer una excepción aquella vez. Sin embargo, era la primera vez que no sentía rechazo hacia el fruto de la pasión, el elixir de los idiotas, la inmolación por una felicidad que no espero conseguir amor mediante. Siempre supe que no me encontraba enamorado, pues tengo muy elevado tal principio, y no es que no espere nada de la vida, sino que no lo espero del amor, ni de lo que él represente.
Ella era una estudiante con calificaciones altas, pero un premio consuelo respecto a la vida cruel, tan así era, que creía que el amor podía enmendar todos los vacíos. Eso me retraía a mis años de soñador implacable, cuando consideraba al amor como la fuerza infinita que toda vez se alza con la victoria; pero ella no era más que un ente en mi derrengada existencia, un crisol de leyes regidas por una institución sideral, cuya doctrina empezaba a enfermarme.
La universidad era un cúmulo de ideas agradables, pero cargadas de coerción, progresismo berreta, puntos de vista escabrosos, una elite para pseudo-intelectualoides, y pese a que yo estudiaba en la misma facultad, nunca me conformé con los dogmas.
La ciudad estaba dormida después de una jornada ajetreada por festejos vulgares y efímeros; desde luego, afronté los hechos con estatura y sin inmutarme, tenía una parte del camino construida, y no me detendría a pesar de la insistencia y el apego a lo que tanto bien me hacia.
Lentamente la aventura fue transformándose en compromiso. No sé que genio maligno invadía mi mente, pues de otra forma no hubiese ocurrido, y menos aun, hubiesen sucedido consecuencias tales como: depresiones, manías, utilitarismos, traiciones. Pero la verdad es que sucedió, y cada vez con mayor frecuencia. Ambos comenzamos a girar errantes, ella con su amor ideal a cuestas, yo con mi poca predisposición a una historia que nació antes de ser gestada y, por consiguiente, jamas deseé.
Logré mantenerme en pie aunque mi vida comenzara a ser erosionada por palabrerías disimiles, ya no era el sujeto con aspiraciones ardientes; me había transformado en su fetiche dulzón y sumiso, cosa que me afectaba a la hora del naufragio y la adversidad. Yo no tenía muy claro que hacer y, a pesar de los consejos que giraban a mi alrededor, los cuales eran numerosos, no intenté la dicha y me empecé a reencontrar con mi infinidad, con los anhelos que estaban agonizando con la llegada de la aurora boreal.
Me había convertido al fin, en lo que nada significaba, pues a medida que transcurrían las horas, mi vulnerabilidad se acrecentaba. Sentía que mi decisión se encontraba atrapada en una glorieta londinense, y resultaba extraña la vida. Esperaba con ansiedad un momento de gozo, y me desesperaba el apremio, rara mezcla de angustia y verborragia mental insalubre.
No demostraba falta de interés, mi camino era ya un infinito laberinto. Las luces ardientes y fulgurosas de mi estadio se alejaban, ya no esperaba encender la pasión, había comenzado la hora de la infidelidad, el egoísmo, el desencadenamiento de mi fiebre absoluta rondando por doquier.
En alguna fugaz época, los interludios dieron lugar a un dialogo posible pero condicionado por su apoyo consanguíneo. Su familia escondía la puñalada en algún rincón que percibí desde un principio, pero nunca logre hallar. Parecían como empecinados en saber de mí, de mi literatura, de mi sed, de mis odios, y eso me llamaba la atención, pues jamas considere con seriedad el cariño que su entorno podría brindar. Entre las charlas cotidianas, circulaban temas diversos como: política, arte, sucesos históricos, y un tema que me afecto profundamente y resulto clave a la hora de atar cabos sueltos: el psicoanálisis.
Siempre había considerado a lo psicologico-analitico, algo grotesco y burlón. La mirada de los psicoanalistas modernos me despertaba ira, por el solo hecho de creer que su discurso era muy similar al tan comentado discurso amo. Sin embargo, y a pesar de llamarlos verdugos de la conciencia humana, aborde la experiencia. Concurría a terapia una vez a la semana, gracias a la madre, quien me había contactado con una profesional que, según ella, me ayudaría a encontrar mi vocación, a desmenuzar la madeja que, en principio, y según su juicio de valor, me achataba y no permitía mi normal desempeño respecto a la existencia.
Las permanentes criticas de la mujer con guadaña, como solía llamar yo a la psicoanalista, me exasperaban. Ella creía que la función del sujeto era tan simple como una vil actuación, sus conspiraciones a espaldas mías eran moneda corriente y, no obstante, seguí yendo a su terapia, por un periodo no superior a los tres meses. Cuando note que su discurso me llevaba a revolcarme en el lodo en forma involuntaria, me fui pegando un portazo, pues su traición era mas que evidente.
Atrás habían quedado los comentarios acerca de Bukowsky, Lovecraft, Artaud, Rimbaud, Apollinaire, Lautreamont, Sade, entre otros. Estos gigantes literatos representaban para mi, las ganas de vivir en las penumbras, el deseo permanente de buscar la claridad, el pesimismo placentero de sentirse puramente humano, derrengado, necesariamente vulgar ante semejante dimensión como la propia vida. Ellos habían transformado mi existencia, elevándola a limites siderales, tal vez desconocidos hasta por mi.
Aun hoy, recuerdo la imagen de la madre; sonriente con la ironía que la caracterizaba. Su apego a la hija era una suerte de confabulación premeditada, como si hubieran pactado matar en equipo a individuos con sabiduría limitada, una suerte de fascismo en dos tomos humanos.
La madre me resultaba misteriosa, demoniaca, a veces muy fina y otras tan soberbia como lo era su pequeña discípula. Solía discutir con las dos sobre la torpeza de Borges, el suicidio como forma de libertad, la vida de Rimbaud, a quien ninguna de las dos conocía con detenimiento ya que jamas lo habían oído nombrar. Se integraban en un hedonismo que las dejaba como inertes, mas humilladas que vencidas, con un bagaje a cuestas que nunca olvidaran. Sus limitaciones también eran evidentes, no deseaban escuchar mis juicios sobre la vida, el recelo permanente, la duda como horizonte indiscutible. Su cuestión era demasiado superficial para mi gusto, no escuchaban mas que lo necesario, y no me inquietarían al fin y al cabo con su sarcasmo colectivo, pues yo seguiría cuestionando la vida en detrimento de la burla moral que ellas me proponían. Su violencia permanente comenzaba a separar mis esferas, lentamente y con audacia, inyectaron su veneno. Cuando comenzó a hacer efecto, surgió mi ser como un no sujeto.
No entendía que cosa buscaban en mi alma, tampoco si en verdad la intención era sincera; entonces, cuando menos lo esperaba, tropecé violentamente. Al caer solo recibí su desatención, su versatilidad en función de su interminable manía por modelar sujetos.
Trate de resistirme, pero el hecho se había consumado.
Entonces comenzó a desentrañarse el desenlace, ya andábamos con la muerte a cuestas, nada teníamos para ofrecernos y estaba bien que así pasara. Merodeaba el cuerpo de la hija con poca intensidad, y me privaba de placeres que de seguro hubiese degustado con mayor placer. No pretendía sumergirme en su mente, pues nada que me conmoviera hubiese hallado y, mi asilo al fin, resultaba la poesía, y aquella abyecta mujer se encontraba fuera de ese mundo, el cual que siempre sagrado para mí.
Los días finales fueron como una serie de puñales que atravesaban mi cordura en aras de una felicidad macabra, en su ponzoña se ocultaban los rostros del delito, la profanación de utilidades que enriquecían su morada. Tuve que afrontar noches en vela, con el machimbre de un cuarto lúgubre como único testigo y desolado por mi sola presencia. Converse con mi soledad de lo que había perdido, de viejos sabores que morigeraban los segundos iniciales de una salud perdida a manos de una logia despiadada, inescrupulosa, ruin como los gusanos.
Muy en el fondo asumía las culpas, y no iba a remediarlo ni mucho menos, pero bastaba con deshacerme de los perjuicios que traerían aparejados en su inmunda intención. Padecía el deja vú de lo que estaría por llegar, me perpetuaba en mundos imaginarios y era tan elocuente como avasallante.
Salí de su vida un día otoñal y desalmado, el final ya estaba firmado, pero ella seguía escupiendo su ira, jamas asimiló la muerte de un romance teñido de acidez, salvajismos, mentiras. Me tentó a continuar el juego que yo había decidido abandonar por principios; no entendía que mi deseo era el de la libertad y el anonimato, pues de otro modo, hoy estaría lamentándolo y llorando penas en cualquier refugio pasajero.
La asesiné a sangre fría, su cadáver tieso e inmundo quedó flotando en senderos que no volveré a transitar. Su figura fue perdiéndose en el horizonte, por fin su malvada existencia pasaría a ser un triste recuerdo. De nada sirvió su estupenda interpelación. Una vez mas, la niña de mamá había fracasado, y no me provocaría nada mas que pura y lastimosa pena.
A pesar de la puesta en escena, el hecho significó para mí, tan solo un simple episodio, una quimera que no estará en mi cotidianeidad, sino en momentos de ensueño.
Ya no había gente en las calles, el sueño aterrador del reencuentro se había esfumado pronto, y dejaría de tener influencia en mi oscura y violenta caminata. Le dije que había sido el error(horror) más extraño que cometí, y me sentí libre, invisible, lleno de gracia. Sin comprenderlo, estaba renaciendo y no había motivos para celebrar fracasos...
Me había convertido en el vencedor, la prosapia genética estaba salvaguardada y el rencor sobrevolaba otro cielo.
Salí nuevamente a buscar mi musa, iba silbando una cantata que describía plenamente el instante. Su muerte súbita no me haría sentir culpa, pero no podría asumirlo con naturalidad de un momento para otro, por lo que me llame a silencio y bares de saldo, donde mataría para siempre al lejano presente que asfixiaba mi llama, hasta el punto de verse casi convertida en cenizas acumuladas durante ese amortajante periodo. Tendría que volver a alimentarla.
Volví a mi vieja covacha sin consuelo, sabia que siempre que surgiera la calamidad, acabaría soñando nuevas sensaciones en ese lugar. Mi vieja aventura había dejado como consecuencia, la derrota de un soñador. A menudo reflexionaba sobre lo que cuesta ser un soñador, acerca de la existencia del amor como enlace de seres y no como conducta regulativa del mundo y, a pesar de llegar a conclusiones diversas, sabia que en algunas cuestiones estaba en lo cierto.
A partir del desenlace, me dedique a leer en abundancia, mi encierro me reportaba juicios menos idealistas, mas nutridos de critica constructiva, y significaba un gran paso, aunque no la redención necesaria. Faltaba una panacea que diera nuevos impulsos a mi metafísica, entonces busqué y rebusqué en distintos universos, me sumergí en profundidades celestiales, pero no había resultados, lo cual provocaba cólera y tedio en mi incesante búsqueda.
Su tumba quedaba atrás, antes de partir dejé sobre su epitafio la diapositiva de un amor que no hizo más que perderse en la tormenta. Mientras regresaba en dirección al río, pude sentir una brisa implacable acariciando suavemente mi cara. Era un ángel asesino, lo que significaba que ya era un hombre nuevamente.

Nadie sobrevive, solo los falsos

Inquietábase la sangre, muy viscosa, maloliente, casi estallando desde mis venas. Pensando para no sufrir, pues eran tiempos de autoconciencia, de pluralidad, de instinto asesino, asesinado y enterrado. Me costaba desenvolverme, las calles no ofrecían todo su esplendor y vociferaban a lo lejos, los momentos atiborrados por frenéticas tormentas de veranos malogrados.
Jugaba sin cesar. Disfrutaba con jubilo, el deseo de volverme loco hecho juego; muy distinto era el presente a causa de ello y entonces, aunque sin advertirlo con certeza, tenia sobrados motivos para sonreír con encanto.
La mañana posterior al vendaval, había despertado con ganas de no tener ganas; resultaba contradictorio, pero no manipulé jamas esas sensaciones que eran la resultante de: imaginarios intangibles, soberbias apremiantes y a veces, simplemente deseos de no hacerlo. Me propuse aceptar las reglas de no seguir siquiera las propias, vaya obsesión, si de obsesiones hablara. No obstante, entendí que ya no viviría con emoción, aunque esta me resultara tediosa y por demás absurda. Entonces me levante y, luego de desayunarme una rayuela, arranqué hacia la ciudad, que estaba esperando por su conspicuo hijo de sangre. Solía divertirme en la Av. Nueve de julio, pues en general la transitaban esos yuppies ultramodernos que me recordaban a Gabi, Fofó y Miliky, pero después de venderle sus derechos a una multinacional.
El calor de Buenos Aires siempre tenia una sorpresa para mí; cuando no era una protesta social, era un choque con consecuencias menores, a veces podía pasar que se conmemorara el aniversario de la muerte de “Cachirulo Montoya”, y se amontonaban cientos de fieles recordando sus hazañas épicas y, por supuesto, que se hiciera un minuto de silencio por el brillante dios caído en desgracia. Pero al fin y al cabo, era mi albergue, mi fuente de recursos espirituales cuyo brillo, no me permitía suicidarme mas de siete u ocho veces por día.
Había crecido en el seno de una unidad básica muy ortodoxa donde, si el rebelde manifestaba su descontento con el “reichgimen”, era probable que no obtuviera una respetada posición dentro de la familia, pues haciendo honor a su genealogía, se organizaba en forma vertical y ascendente. Por no acatar las ordenes del líder, tuve que emprender mi propio camino. Recuerdo divagar respecto a ello y comprender finalmente que la existencia de aquellos locos descamisados, no era relevante a la hora de mi redención.
La escindida ciudad imaginaria que cabía en mi mente resultaba peligrosa, no por su contenido, si por las derivaciones que podrían surgir a partir de ella. El lozano quijote se sumía en juegos transitorios y de colección, a veces con ahínco, otras con cretinismos ultravioletas. No admitía mi falta de serenidad a la hora de la cuenta final, me remitía a tiempos difíciles, muy ascendentemente, subía por mis vacías venas una buena dosis de clonazepan decorado con artes arcaicos; era simplemente yo, mi yo se reducía a una ciudad que quemaba en mis manos, como si Nerón resucitara en un segundo, como si el agua de este mundo ingrato conmigo, se evaporara con mi inquebrantable soledad.
La dicha era simplemente un espectro de sombras en mi pesadumbre; podría abdicar a mi realidad con normalidad, tal vez muy displicentemente. O quizá no, pero necesitaba dispararme a quemarropa en algún momento, y así lo hice (acto que denomino, fructífera autoviolencia).
Bailaba en mi ser autárquico la hechicera que mis ojos tanto extrañaban, era como si por un suspiro todo se transformara en danzas paganas libradas al azar y por doquier; lluvias por todos los frentes, cumbres flotando en la noche que apremiaba la ciudad. El instante macabro se llenaba de celeridad y, todos los universos decoraban la celebración de mis sueños criminales.
Tanto llanto de mis alrededores trajo aparejado un siniestro que jamas recupere, nadie saldría vivo, ni siquiera malherido; había llegado el momento de la pugna, del summum de la guerra en colores, la animada situación de vuelo contra un viento asesino.
Sin criterios, a veces con aciertos que me convertían en la brisa que sacudía conformistas; no gané ni perdí, ni siquiera empaté. Solo tenía una oportunidad, y me marché bien lejos, muy cerca.
Sin entenderlo, me introduje en otra vida. Ya habían sobrevolado mi cielo algunos romances que, por supuesto, no acepte. La falta de resto me atropellaba en cada descuido, sufrí cientos de violaciones, flagelos, perfectas escenas almibaradas que recorrían mi destellante dimensión; un día fue suerte y pesetas, millones de tardes la adulación al ocaso y trillones de lágrimas, las incontables noches que cedí una parte de mí al sol. Me adoraba; salía por los pasillos largos de mi grito mudo, la explosión de la insignificancia, la desidia, el duelo con sabor dulce, pues ya me había desangrado al nacer y renacer.
Que afortunado me sentí al verla frente a mí; como rotaban con fulgor los astros en su mirada, cuanta belleza esencial, congruente, fervorosamente serena, con el dulce de la vida en su boca, estallándole a borbotones, casi perfecta y cosmopolita.
Recuerdo con precisión un verso que fluyo de mi vacío, y que decía algo así como:
Renaceré en tu vientre, cuando tu omisión ante mi ser me impida robarte el amor. Me costara morir si sé que respiras, y volare muy alto si de olvidarte se trata.
Tan solo déjame llevarte hasta mi sueño, que allí te estaré esperando; y si la vida nos une por un segundo...
Que el tiempo no acabe nunca.
No hice mas que observarla, lisonjearla con sutilezas silenciosas y magnánimas. Su existencia me dejaba un margen para seguir creyendo que estaba aquí, y sin mas que mi propio cielo.
Cuando caí por fin, un manantial de irrepetibles aguas del olimpo me dirigieron hacia su cadente y cincelada semblante, bastó tan solo una eternidad para que llegado el verano a la calle que cruzo nuestros silencios, comenzáramos a abarcar mas que la ilusión de cruzar miradas.
Algún árbol hizo de guía hasta ese inmensurable bosquejo, era un deleite frente a mi suelo árido. La luna fue nuestra testigo e inmortalizo nuestra ceremonia, no quite mis ojos de su ternura. Habían desaparecido las abstracciones, el mundo atravesaba lo irreal, aniquilándolo, trazando pasajes a través de ambos, y, sin embargo, la distancia obtuvo la victoria.
No supe de ella, sino mediante pesadillas, pues era horroroso soñarla distante, perdida, pálidamente infeliz, porque todo el mundo, sabia que nadie podría hacerla sonreír mas que yo pronunciando su belleza en cantos póstumos.
Desdeñaba a lo lejos el karma de no significar mas que una circunstancial ruina, un perspicaz anciano enamorado, tal vez una instancia fabulosa, secular, el baño catártico de su desdicha a cuestas.
Su nombre era de ciudad, sus manos una suerte de hospicio que buscaba desde hacía tiempo, y no lograba develar. Me brinde entero a sus brazos, pese a que ni siquiera habíamos hablado. El arte que provenía de su respiración, la decoraba con creces; sin querer comenzó a resonar con fervor, el dulce ritmo de sus palabras regaladas al viento, me moría por saber si la noche que encerraban sus vitrificados ojos, serian sendero para que mis cansados pies dieran un paso más.
Pasábamos la noche entre ciegas visiones, la vitalidad que de ambos emergía, nos sobrellevo a un cuento sopesado con testimonios de los cientos de artesanos que su rostro constituyeron, cuando la dicha los invadió.
Me sostuve a pesar de su ignorancia, pues ella no advertía mi presencia en su tiempo. Sin querer solté mil carcajadas sobre su estrafalaria vida. Yo la admiraba cada tres segundos, como si de mi se tratara, como si una gran historia comenzara a nacer en mi desamorado destino.
Pese a que estaba a su merced, nunca pronuncie mas, que su nombre en silencio; temía lo peor, quizás perderme en su cauce, o tal vez quedar varado en el puente que hacia sus manos conducía.
En el tiempo quedaba una vieja postal de la discordia. Me sentía lleno de un todo, cuando la nada comenzaba a afectarme y, sin querer pero queriendo, dejé que obnubilara mi tristeza con su refinada ternura.

Diapositiva de un show sin protagonista

Nos encontrábamos en umbrales desconocidos. Era impaciente la espera y, sin embargo, algo vibraba en nuestros dolores compartidos. Nos sentíamos insalubres, casi sin deseos. Nuestros semblantes dibujaban arabescos en la nada, el final era inminente, como un presagio del ocaso que estaba al caer de unas vidas que sabían de lo amargo, de lo frustrante, de sales que queman sonso.
Que trepidantes se habían vuelto los días, a veces solíamos conversar de penas que nos afectaban casi por igual. De cualquier modo emprendíamos lo que fuera a hacernos mejor y, aunque fuese en vano, lo intentábamos.
A pesar de lo adverso, que apremiaba con dureza, nuestro camino comenzó a librarse de tormentos. Sabríamos con certeza que pronto acabaría y, luego de una etapa sin sueños, caería la santa noche(amiga de los dos) para apagar el incendio.
Por fin, y después de tanta búsqueda, bebimos de la lluvia contenedora, sagaz, plena de ternura que se nos venía negando. Nuestra vos era un tono ascendente, macabro para ambos y a la vez, reconfortante.
El final nos encontraría llorando sin llanto, sin lagrimas, con los ojos mojados pero el alma rebosante de ganas de nacer nuevamente.
Sentimos que el mundo era absurdo, entonces habría que buscar algún universo para nosotros. Decidimos morir, pero nunca desaparecernos. Y llegó la hora de la eternidad, el instante perpetuo, la caricia implacable, la gloria en nuestras manos.
El funeral fue poco emotivo y muy displicente. Vislumbrábamos figuras que inquietaban, una marea de gentes que tal vez, entristecerían sin motivo alguno. Nada nos importo, de cualquier modo tomamos nuestra ruta, atrás quedaban las viejas siluetas de crueles inocentes que iban a padecer lo que dejábamos: la arrogancia, el desenfreno, la no- vida, el sabor de la ostentación, la pulcritud católica, el ocaso de las hienas que devoraban sus almas.
Hacia el centro de la tierra se dirigieron nuestros tropiezos, era cautivante sentirnos flotando en la nada, como si una leve aurora boreal acariciara cada milímetro de nuestros mortales cuerpos. Sin ir mas lejos, se fueron sucediendo situaciones elementales, renacentistas, llenas de gracia. El ímpetu en su más pura expresión, como si la belleza empezara a invadir los primeros segundos de la reciente eternidad.
Cada palabra que pronunciábamos, era una vibración en el suelo que significaba que algo importante querríamos decirnos, ya no habría consuelos, ni confituras; solo éramos dos almas errantes, pero con el horizonte muy cercano. La dicha era un frenesí inmejorable, cálido, ya se habían borrado las huellas del hastío apremiante.
Nos sincerábamos a cada pensamiento, éramos ciudades felices y rebalsando de vientos alisios, todo sabía a néctar y no existía motivo para la deshonra. A veces temíamos que no fuera cierto, lo que provocaba incertidumbres innatas, mas nunca dejábamos de saborear la nueva vida.
Por fin éramos anónimos, seres inmateriales, renovables, absolutamente hermosos y la luna no nos abrigaría en noches desesperantes, pues ya no estarían presentes.
El mundo era de todos, el universo nuestro, nuestras vidas...
¿Quién lo sabia?.
De nada servirían las ávidas ofrendas que se nos presentaran, todo era vulgar y estrambótico, como un hedonismo desolador, pusilánime, inanimado.
Transparente y tenue había empezado a ser la vida después de la muerte, que frío padecíamos a la hora de partir, había caído la noche y era momento de comenzar un nuevo juego, el de volverse loco. A pesar de que todo transcurría con normalidad, nos desesperábamos por renacer con cada suspiro que proponíamos en este nuevo universo.
Las horas de existencia eran un amargo recuerdo, estabamos verdes para entenderlo en ese momento, pues aun no habían marcado las agujas de nuestro desierto reloj, la hora de morir.
Morimos entre susurros y delicadezas que siguieron viviendo cuando el suelo nos comunicaba de bóveda a bóveda. El instante de la dicha se apodero de nuestra mortandad...
Ya estabamos listos para volver a vivir. No era en vano lo que tanto nos dolió conseguir, pues una colosal tormenta había dejado de atosigarnos.
¿Que seria de todo lo mundano una vez que partiéramos?. No se nos cruzaba ya, la idea de un mundo contento. Todas nuestras penas eran duelos en la sangre, que no paraban de girar con gran intensidad, eran el furor que encerraba lo que tanto daño había dejado en nuestros corazones deseosos de plenilunio. Sin querer comprendimos que nuestras ganas soplaban muy violentamente y arrasaban con lo que se oponía a nuestras viscerales coincidencias, y transcurrían los hechos muy pragmáticamente para el deseo de ambos.
En algunas ocasiones nos encontrábamos reflexionando y recordando pequeños momentos fructíferos, pero ya no era suficiente para desconcertarnos, ni siquiera nos inquietaba la idea de gentes que habían quedado en el olvido, pues ya era hora de la definitiva resurrección.
Nos embriagábamos periódicamente, eran rituales paganos donde Baco permanecía presente en todo momento, era imposible que detuviéramos la marcha, erramos invisibles, logramos oír el crepitar de la hojarasca. No existían ya los enigmas, el motivo central que nos movilizaba era: Seguir el curso hacia el agua sagrada.
A veces paseábamos por lugares inhóspitos, siempre distantes físicamente, como si de apalearnos a caricias se tratara; la verdad nos llevaba a distraernos en simplezas que jamas iríamos a comprender y, que a pesar de los infortunios que iban despejándose en medio del cielo azulado, nada provocarían, pues estabamos inmunes a todo y todos, y nada nos afectaría mas positivamente que nuestra propia soledad.
Daba la impresión que solo buscábamos la muerte en manos del otro, parecía un disparate, pero nos llenaba de un algo muy verosímil a un todo. Pero para que el refugio fuese tangible, solo debíamos olvidarnos por un segundo de su parte real, tarea nada sencilla, pero todo un desafío para ambos.
El simple hecho de recorrer nuevas calles, nos llenaba de imprecisiones que el tiempo se encargaría de deshacer. Detrás de cientos de gritos, el nuestro era una serenidad incandescente, un fruto en estado elemental, una aguja en la sien. Todo tendría una consecuencia, y no estabamos exentos de padecerla; por lo que preparamos con entusiasmo el golpe de gracia.
Una mañana, y mientras desayunábamos un soplo de cielo gris, me acerque a su boca y le propuse un romance con mi ser, no lo entendió y se desencadeno una actividad dulce y por demás sincera; su vientre llamábame a abordarlo con ternura, con fervor, sin mas caricia que la de mi palabra develando letra por letra su nombre. Casi sin desearlo me tiré en la humedad de su beso infiel, candente, desenfrenado. Me ahogue con su fulgor, bebí de su calor incipiente y, con el ultimo aire en mis venas, vomite mi amor sobre su tetradimensional mirada violenta, la cual me enfermaba de odio hacia amores frustrados que nunca deseé y, sin embargo, estaban todos reunidos frente a mí.
Su traición no era posible, pero mi deseo de morir se vería interrumpido por amor, y no fue jamas la idea. A pesar de sentirnos raros por vivir nuevas sensaciones, disfrutábamos los segundos de compañía; cada momento rebosaba de pasión, las imágenes son, aun hoy, una campiña de ilusiones que confluyeron con la ida de ambos.
Tuvimos que decidir entre: devorarnos las ganas o padecer nuevas patologías. Optamos por el silencio perpetuo, y mal no nos fue, al menos podíamos reflexionar y, aunque no era suficiente, nos dejaba las conciencias bastante desintoxicadas, funestas, con bríos renovados y placenteros.
Ella era un peligro cuando me señalaba con su diabólica magia, el preciso segundo en que iríamos a resucitar, pues tal vez seria descabellado pensarlo, pero había llegado el momento de decidir entre el ocaso y la decepción, o la candidez y la gloria que tanto nos fastidiaba.
Tanto que hicimos por matarnos, y ahora nos echábamos atrás. Temíamos quedar como dos cobardes que no enfrentan su propio porvenir, la construcción humana, el periplo de los ganadores que siempre se alzan con la corona. Todo era confusión, ya nada quedaba en pie, brotaban nuestras dudas desde abajo de la tierra.
Permanentemente surgía la epopeya tácita que vivía en nuestros esporádicos segundos, eran muchos los que esperaban el tropezón y ahora se verían doblemente felices por nuestra vuelta a la mediocridad mundana.
El final nos encontró desangrándonos de amor, cada pronunciación embestía nuestras facultades mentales. Ya no éramos los mismos. Nuestro deseo de morir en el anonimato se derrumbaba con el correr de las lagrimas.
Volvimos al principio, y no omitimos a nada ni nadie. Un pacto con la mortaja nos saco del apuro; dios no nos bendijo desde los altavoces, y se marcho a su posada.
El infierno se encontraba soberbiamente maravilloso, el conserje nos pidió modestia ante su majestad. No hicimos caso y nos echaron de allí, solo nos quedaba el hambre de vernos juntos, y hechos uno solo.
Caímos al espacio exterior y, a pesar de encontrarnos lejanos, tomamos nuestras pocas pertenencias y nos dedicamos a fracasar por la faz del universo. Nadie iría a cambiar nuestro mundo, solo nosotros y, sin mas que lo puesto y nuestras ganas, levantaríamos un universo propio, sideral, humilde y austero.
Ahora vivimos solos. Mis vástagos y yo, pues ella falleció a causa de mi rapsodia. No pudo soportar el hecho de verse tan infelizmente plena, por lo que tuve que dejarla morir. Ya no esta en mi vida, pues he muerto y eso me alimenta y me conmueve. Cada día me siento más ajeno a ese lugar que alguna vez supe fagocitarme, pero no me aportaba mas que felicidad, sonrisas, amores. Nací cuando nunca lo pedí, morí cuando sentí que era el verdadero dueño de mi ser.
Ella baila con la muerte en el planeta de los supernuevos. Yo bailo con la vida del más elocuente demonio. Claroscuro de un amor que negué cuando mi alma se consumió con el fuego que ardía en la superficie de una ciudad que no me dejaba en libertad.
Soy el hombre de la libertad, y ella mi verdadera amada.


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Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura, hambrientas histéricas desnudas,arrastrándose por las calles de los negros al amanecer en busca de un colérico pinchazo...

ALLEN GINSBERG "AULLIDO"